Monday, October 23, 2006

Gustavo Sainz: El novelista como un operador de los discursos

Por Evodio Escalante

"¿Qué es la literatura,? Un mustang sin problemas de estacionamiento.”
Gustavo Sainz

Lo primero que surge durante la lectura de A la salud de la serpiente (México: Grijalbo, 1991) de Gustavo Sainz, es la pregunta por el género: ¿Es esto una novela? Claro que no, es mucho más que éso. Es un espléndido retrato generacional, es un mantra liberador y acerca de la liberación, es una reflexión acerca del arte del siglo XX, es un ajuste de cuentas con la llamada novela de la onda, es el primer texto totalizante acerca del movimiento del ’68 que funciona por sí mismo, sin necesidad de andaderas; es un retrato del artista como perro joven, es un collage discursivo que pone a prueba la noción de autor, es una bomba de tiempo colocada en las entretelas del sistema, es un monumento erigido a la presencia ubicua de Jorge Luis Borges y otras personalidades que lo acompañan, es una novela (sexual) amorosa, es una carta de amor para los cuates de hoy y de siempre, es una denuncia del aparato político mexicano, es una evocación de Octavio Paz, José Revueltas y Carlos Fuentes en su momento de mayor gloria: cuando eran los líderes espirituales de un amplio movimiento de rebelión juvenil. Pero cualquier intento de inventario está condenado a quedarse corto. A hacer corto circuito, mejor: a hacerse circuito corto. El texto de Sainz chisporrotea y escapa a los inventarios. Es un sentido homenaje a James Joyce, es una demostración de que también se puede escribir con las tijeras (y con un poco de pritt), es una celebración de la juventud, es un sonoro escupitajo sobre la idea de nacionalismo, es una glorificación del cine como arte de nuestro tiempo, es una aventura a fondo de los terrenos de la vanguardia. ¿Necesito agregar algo?

No todos los días aparece un garbanzo de a libra. A la salud de la serpiente es, para mí, un garbanzo de a libra, tanto más valioso en cuanto menos previsible. Cuando uno pensaba que el ’68, al menos en la literatura, se había quedado pasmado, surge este texto que incorpora con naturalidad, como parte de su propia respiración, la rebelión juvenil de esa década. Si dejamos de lado a David Martín del Campo con Esta tierra del amor y a Agustín Ramos con Al cielo por asalto, se diría que toda una generación de novelistas fracasó con la papa caliente del ’68. Palinuro de México, que es un libro extraordinario de un narrador idem, mete con calzador los sucesos de Tlatelolco, y por supuesto, en ese punto no convence. Si muero lejos de ti, de Jorge Aguilar Mora, intentaba un procedimiento oblicuo: contar el 68 desde la perspectiva de una banda de halcones, con una enana afásica de por medio, con resultados que a la distancia se antojan pírricos. Fue necesario esperar 20 años para que el movimiento del 68 nos entregara, por fin, y por este conducto, una obra maestra. Un libro realmente imprescindible.

La noción de novela y la de autor, las dos juntas, estallan con este nuevo libro de Sainz. Ni la novela es más novela ni el autor es más autor. He aquí lo interesante del asunto. Sainz nos entrega con este libro lo que a mí me gustaría llamar un vehículo narrativo, un vehículo que impone sus reglas de viaje a los lectores, y que más que proponer una estancia o una habitación, lo que receta es un viaje en un tobogán que pasa por mil lugares sin hacer escala en ninguno, ejemplo de una movilidad pura que enhechiza al lector y que virtualmente podría continuar hasta el infinito. Por otro lado, periclitada la imagen romántica del autor como un inspirado o un poseído por las musas, oxidado el concepto de la originalidad creadora, Sainz se revela en este texto ni más ni menos que como un conductor. Por un lado, es el conductor del vehículo narrativo: él ha invitado al viaje y ha fijado el itinerario; por otro, también es conductor en el sentido que adopta el término en la electrónica: un cierto material cuya función es dejar pasar. Como una parabólica, Sainz detecta todos los discursos, los pone en lista de espera, y luego los deja fluir. Los conduce del limbo estratosférico en que se encontraban, algún oscuro rincón del tiempo, y los trae hasta nuestra azorada pantalla de espectadores mudos, sin palabras.

Sainz o el operador de los discursos. A la salud de la serpiente tiene una estructura específica en la que es necesario reparar. Cada capítulo está formado por tres sectores delimitables sin mayor problema: a) Por un discurso ajeno, tomado de los periódicos; b) Por un monólogo del narrador, quien siempre se refiere a sí mismo usando la tercera persona del singular; y c) Por una vuelta del discurso ajeno, integrado esta vez con cartas de los amigos. El discurso de los otros, sea el de la prosa periodística, sea el de esas cartas de los cuates, enmarca y sitúa, por decirlo así, el discurso del narrador. Primer síntoma de una crisis yoística. La palabra la tienen los otros. El autor no es de ningún modo un comienzo, un incipit de la textualidad, sino acaso su eslabón último y provisional.

Pero, bien visto, también los monólogos del narrador están trabados, desde adentro, por el discurso ajeno. El discurso de Sainz, en efecto, rebosa de citas textuales y no textuales, entrecomilladas y no entrecomilladas. Trozos de canciones, fragmentos de novelas, citas de Paz o de Fuentes, poemas completos (a veces en otro idioma), intervenciones en italiano, portugués, inglés, francés instrucciones de los aviones FASTEN SEAT BELTS entreveradas dentro del ritmo de la prosa, poemas de protesta VIET SOUL/VIET CONG, lemas o consignas de la rebelión juvenil durante la década de referencia, capitulares de los periódicos, los gritos de la multitud en un concierto de Morrison, la voz estentórea del mismo Morrison diciendo I WANT TO KILL YOU FATHER, impresionantes listas de películas o de novelas, referencias a otros libros del propio Gustavo Sainz, frases de Borges convertidas en monedas del saber generacional. El texto se convierte en un prodigioso tejido intertextual. Todos los discursos están disponibles, a la mano. Chin chin para el que no sepa cómo apropiárselos. Cómo incorporárselos. El operador de este texto se los ha devorado todos sin ningún conflicto con el súper yo. Es decir: sin sentimientos de culpa.

No sería extraño, dentro de la campana del escándalo en la que se ha metido desde hace tiempo Sainz, que esta peculiar disposición textual le traiga problemas con sus colegas escritores. ¿Quién tiene el copyright en efecto de una carta de Fuentes? ¿Es que la carta es del destinatario y él puede hacer con ella lo que quiera, incorporarla, por ejemplo, a la novela que está escribiendo? ¿Puede volver asunto literario, y por lo tanto, poner a la vista de todos lo que era intimidad, correspondencia de persona a persona? ¿Qué dirán Gabriel Careaga y Jorge Aguilar Mora, otros de los signatarios adivinables tras los pseudónimos de Kastos y Athanasio Bustamante? ¿Se reconocerán en esos textos? ¿No tendrían alguna reclamación sobre las regalías?

No menciono lo anterior para buscarle problemas a Sainz, sino para indicar los límites de su audacia. Todo lo sabemos entre todos, decía Reyes. Todo lo hacemos entre todos, podría enmendar Gustavo. Las nuevas formas literarias, creo, están muy por encima de cualquier preocupación de tipo legalista. Sainz hizo bien en saquear cuanto texto le pareció saqueable. En literatura, los resultados son los que cuentan. La verdadera legitimación se finca ahí, y sólo ahí. Asumiéndose menos como un autor que como un operario de los discursos, menos como un iluminado que como un ensamblador, Gustavo Sainz ha logrado tejer un texto impresionante, un texto que seduce por su pluralidad y por su potencia, por su fidelidad a los tiempos así como por su capacidad para adulterar y para poner a su servicio el infinito de los discursos.

El hecho de que cada capítulo se abra con textos tomados de los periódicos le otorga, además, una interesante dimensión sociológica a su libro. Sociológica y autorreferencial, si lo puedo decir así. Resulta que Sainz inserta con el nombre y la fecha de un periódico fronterizo (El mexicano, La voz de la frontera, Sol del valle) los dimes y diretes que se originaron cuando un profesor de preparatoria dio a leer a sus alumnos una novela “inmunda, obscena, llamada Gazapo,” escrita por un redomado lépero de la hez metropolitana que respondió al nombre de Gustavo Sainz y murió en 1940. A partir de este discurso ajeno, manipulado o no, inventado o no, Sainz explora un doble dispositivo. El primero de ellos, histórico-generacional, detecta los efectos de la literatura de la onda en un sector de la sociedad mexicana de la época. No es que Sainz necesite teorizar acerca de esta novelística. Le basta con mostrar las ronchas que produjo. He aquí un indicador sociológico de primera importancia. No sé si esto ya lo haya adelantado alguien, pero creo que la estrategia narrativa de Sainz estimula la conclusión: la aparición de la llamada novela de la onda es paralela o concomitante con el surgimiento de lo que había de ser la rebelión juvenil contra el sistema político mexicano.

La novela de la onda implica, de hecho, una verdadera revolución lingüística. Consiste en rescatar y en valorar, en cuanto literatura, una jerga que carecía de prestigio y legitimidad. Plebeya y muy acá, la subversión encabezada por Agustín y Sainz alcanza con A la salud de la serpiente una consagración sin precedentes. Se vuelve ella misma objeto de reflexión literaria. Como que ya es parte de nuestra historia.

El otro dispositivo es puramente narrativo. Sainz usará cada vez algún fragmento del discurso exógeno para referirse a su propia persona. Sabotea, con este recurso, el indudable egocentrismo de su relato. Durante el primer capítulo, por ejemplo, para referirse a sí mismo, el narrador empleará la fórmula el redomado lépero de la hez metropolitana. En otra parte dirá el inmundo y multiplicado, el autor de turbios y repugnantes tratados de bellaquería. En otra el autor del libro de marras, a quien se había hecho una propaganda mejor que a la cocacola, o bien el Príncipe de los gandules cien por cientos Irresponsables de sus actos, Informales y que no merecían confianza ni respeto. Técnica de distanciamiento, se diría evocando a Brecht, y que le funciona a la maravilla como una suerte de mecanismo multiplicador. Sainz es y no es Sainz. Es él mismo y es el otro: el que ven los demás. El que se ve a sí mismo como un otro acomodado precariamente entre los demás. Paranoia y esquizofrenia. Cercanía y alejamiento. Endogamia y tabú del incesto. Es como si Sainz, el cinéfilo, estuviera provisto con un zoom de la palabra, y que lo usara a capricho, pero siempre de modo calculado.

Cuando el procedimiento está a punto de volverse estereotipo, Sainz cambia las reglas del juego y elimina las entradas periodísticas. La literatura, ese mustang sin problemas de estacionamiento, de parqueo, como dirían en el Norte, se mueve como quiere y por donde quiere. Con A la salud de la serpiente, Sainz ha conseguido para sí y para nosotros, sus lectores, un texto libérrimo, un vehículo que transita ad libitum, sin hacer caso de señalamientos o restricciones de tránsito. Sainz rompe la camisa de fuerza de la novela y nos descubre un fascinante universo discursivo del que no dan ganas de bajarse nunca. ¿Libérrimo? Sí, libérrimo, lo que no quiere decir que carezca de estructura o de planeación. La mejor libertad, quizás, es la que el artista calcula poniendo el ojo en los resultados. El artista, pues, tiene que ser el visionario de su propia obra. Tiene que poseer ese don de ver hacia adelante, un poco más allá, tal vez, y de adelantarse así a las reacciones del lector, al que ha de tener en un puño. Con este texto, Gustavo Sainz ha demostrado que lo tiene.

A la salud de la serpiente, a la salud de esa víbora que se muerde la cola: México, el lugar del que ya te conté. Enhorabuena. Otra vez: enhorabuena. Que se repita.

Este artículo se publicó en Sábado (suplemento cultural de Unomásuno) el 11 de mayo de 1991.

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